martes, 8 de julio de 2008

Florinda y sus amigas

Había una vez, en un país donde lo normal resultaba ser mágico y lo mágico, normal, una preciosa niña de largos cabellos de color negro azabache y una luminosa sonrisa con dientes de marfil.

Sus ojos de un gris intenso hipnotizaban a todo aquel que los observaba y esto lo sabía muy bien Florinda, que así es como se llamaba.

Aunque de corta estatura, se movía como un jilguero y cantaba cual ruiseñor.

A pesar de tener tan solo 10 añitos, Florinda era una niña muy despierta e ingeniosa y razonaba como cualquier adulto inteligente.

Tenía aspecto de buena y educada. Tranquila y muy cordial, pero cuando menos te lo esperabas descubrías que la tal Florinda afable y excelsa niña de ojos grises se transformaba en un torbellino de inquietud y nerviosismo.

Un día, muy avanzado ya el otoño, la calle amaneció cubierta de las hojas caducas de los árboles que flanqueaban el camino por donde Florinda y sus dos amigas, Lucía y Esmeralda, paseaban cada día para ir a su colegio.

Esa misma mañana del mes de noviembre a Florinda se le ocurrió una genial y al tiempo desbaratada idea.
Comenzó, silenciosamente, a coger algunas de las hojas que había bajo sus pies mientras se acercaba a casa de su amiga Lucía.

-Hola Flor -le saludó Lucía- ¿qué llevas en las manos?, ¿ya estás preparando una de las tuyas? -interrogó Lucía a su amiga Florinda.
-Vamos a buscar a Esme y luego os cuento lo que se me ha ocurrido por el camino- sentenció Florinda.

Antes de llegar a casa de Esmeralda descubrió una bolsa de plástico junto a los pies de Lucía y con solo una ligera mirada su amiga supo lo que tenía que hacer.

Pronto se reunieron las tres y sin apenas mediar palabra llenaron la bolsa de plástico con las hojas que había en el camino.

Los vecinos las miraban sonrientes sin sopechar aquello que tácitamente Florinda estaban planeando.

Cuando llegaron a la puerta del colegio, oculta tras el inmenso ruido de todos los chiquillos que se divertían mientras esperaban la orden del director, que a través de la campana avisaba del momento en el que todos debían entrar a la escuela, siempre cinco minutos antes de que dieran las nueve en punto, Florinda les contó a Lucía y a Esmeralda la genial idea que se le había ocurrido al salir de casa y ver todas esas hojas en el camino.

Cuando todos los enérgicos estudiantes se encontraban alegremente sentados en sus correspondientes aulas y los maestros hubieron nombrado a todos los alumnos, don Segismundo, maestro de matemáticas, notó la ausencia de tres niñas. Con su fuerte voz sonora preguntó a los niños si sabían dónde se encontraban las tres compañeras o si sabían si les había ocurrido algo.
Nadie respondió a su inquietante interrogatorio.

Cuando el maestro de matemáticas salió al pasillo se encontró con una desoladora imagen de lo que parecía iba a ser el futuro de aquel glorioso colegio que llevaba educando a todos los niños de aquella pequeña villa a la que pertenecía, Lumerinda.

Tras un momento de pánico que lo obligó a permanecer hierático como estatua griega, se encaminó con paso firme y decidido hacia la puerta del majestuoso director don Eustaquio Benavides, hombre de nariz aguileña y ojos profundos de un marrón poco particular.

Sin pensarlo dos veces llamó a la puerta, la cual se abrió produciéndose un ligero chirrido que llenó de misterio y nerviosismo a don Segismundo.

Las tres amigas habían cubierto las paredes del pasillo así como todo el suelo del mismo con las hojas secas que habían recogido en la gran bolsa de plástico que se habían encontrado.

Don Segismundo que, apesar de su aspecto bonachón, carecía de buen corazón, vio al fondo del pasillo al intransigente y recio pero en el fondo afable director, como atravesaba aquel pasillo cantando canciones populares de su infancia y bailando con gran agilidad.

Apenas llegó a la altura de don Segismundo, el señor Benavides le saludó con una sonrisa en los labios provocando, si cabe, una gran sorpresa en el maestro. Sin embargo, don Eustaquio, que no se le escapaba una, se percató de que ese no era el sitio que le correspondía a don Segismundo en ese momento de la mañana, así que sin mediar palabra se dio la vuelta y le preguntó: "Don Segismundo, ¿por qué no está usted impartiendo su clase de matemáticas?" A lo que don Segismundo aún más sorprendido, replicó elevando la voz: "No ve usted cómo está el colegio, todo este desorden, estas hojas secas por todos los lados, esta suciedad e inmundicia de la que estamos rodeados" -agitando los brazos y muy alterado siguió su perorata con una más que discutible e inoportuna pregunta- "¿es que no piensa hacer nada ante tal barbaridad, alboroto, desobediencia y gamberrada?... Además, tres niñas no han asistido hoy a mi magistral clase de matemáticas y empiezo a sospechar cual es el misterioso motivo."

Al escuchar tales disquisiciones, la maestra de lengua, doña María Buendía, salió de su clase para averiguar qué estaba sucediendo.

Doña María era una simpática maestra que siempre estaba dispuesta a ayudar a quien se lo pidiera. Todos la consideraban muy comprensiva.

En cuanto atravesó el umbral de su aula una amplia sonrisa amaneció en su cara. Tras ella algunos niños asomaron sus caritas, unas se iluminaban y otras expresaban una sonora carcajada. Y, así, con tanto ruido, empezaron a abrirse las puertas de cada una de las aulas y tras ellas salían los demás maestros y alumnos del centro.

Los más sonreían e iluminados abrían sus bocas sorprendidos ante lo que veían. Otros, muy pocos, reían a carcajadas o se enfurecían por lo que estaban viendo sus entristecidos ojos.

Esmeralda y Lucía salieron de un lugar secreto que sólo ellas conocían, y poco después, feliz pero un poco inquieta salió Florinda, la causante de todo aquel bullicio.

Don Segismundo, al verlas en la entrada del cole, les llamó la atención y muy enfadado se dirigió hacia ellas exigiéndoles una explicación. Al mismo tiempo los niños se divertían, cantaban y balilaban, otros reían y se revolcaban entre el desorden de las hojas secas.

Y es que sólo las personas de corazón puro podían admirar la belleza de los siete colores del arco iris, el brillo especial del mar cuando los rayos del sol rebotan con él. Las hojas doradas o coloradas formando un hermoso y gran corazón. Hojas dispuestas a modo de serpentinas. Hojas formando círculos, cuadrados, rombos, estrellas y todas aquellas maravillosas figuras que la naturaleza nos aporta.

Porque en Lumerinda, para la gente de buen corazón, lo mágico resulta ser normal y lo normal, mágico.

FIN

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